En un país donde un excandidato presidencial interpone una denuncia penal contra el presidente de la república, habría que preguntarse por qué dos millares de personas deciden salir a la calle a exigir la liberación de uno de los capos más ricos del mundo. ~
LUIS RESENDIZ*
Que un grupo de personas salga a la calle a exigir algo no es, al menos en México, novedad: en los últimos meses ya hemos visto marchas nutridas contra el asesinato de periodistas —en Veracruz—, a favor del nuevo partido político de Andrés Manuel López Obrador —principalmente, en DF— y en contra de la reforma energética —en toda la república—. La protesta pública en nuestro país está asumida con normalidad, como parte de lo cotidiano; acaso esta preponderancia de la marcha callejera como forma de descontento haya contribuido al aparente desgaste de su efectividad.
No obstante, no debe menospreciarse el significado de una multitud que toma las calles para exigir el cumplimiento de sus peticiones. Que un grupo de personas pase por encima de la barrera de la pereza o los prejuicios y salga a tomar la vía pública es, forzosamente, un hecho digno de ser analizado con calma y distancia. Las marchas son más grandes de lo que parecen; por cada grupo que se atreve a salir a la calle hay otro tanto, más numeroso pero también más apático, que simpatiza con su causa pero que no se atreve a hacer público su descontento.
Es por eso que las marchas del miércoles en Culiacán y municipios aledaños deberían recibir mayor atención y análisis que el que otorga una simple nota. Una multitud —de alrededor de dos mil personas en Culiacán y de cien personas en el municipio de Mocorito, según Milenio— que exige la liberación de un capo recién capturado no es solo eso: es, también, un comentario a la idea del estado de derecho mexicano, una protesta indirecta contra la credibilidad de los tres niveles de gobierno y una oportunidad para leer el alcance de la influencia del narcotráfico y su parafernalia en la sociedad mexicana. Quizá —muy seguramente— esa manifestación contenga otras varias interpretaciones además de esas.
En su texto El Narco: un extremo —contenido en Ensayo de una provocación, Dirección de Investigación y Fomento de Cultura Regional, Sinaloa, 2007; el libro completo está disponible en Scribd[1]—, Adrián López Ortiz, director del Diario Noroeste, apunta que “Si en el norte el narcotráfico es subcultura, en Sinaloa, aunque a muchos les ofenda, es llanamente cultura”. Sumemos eso a la buena fama que ostentan algunos capos en sus localidades; pensemos en la ya mítica “ayuda a la comunidad” que suelen dar en muchos municipios. Los zares de la droga otorgan despensas, ayudas instantáneas, empleo en ocasiones —algunas de las pancartas de la manifestación proclamaban eso—; en la perspectiva inmediata, esto es sin duda un apoyo mucho más tangible que el que otorga gobierno federal.
Una lectura menos condenatoria y más analítica de estas expresiones del sentir popular es necesaria para entender qué es lo que sucede en esas regiones. En un país donde un excandidato presidencial interpone una denuncia penal contra el presidente de la república, habría que preguntarse por qué dos millares de personas deciden salir a la calle a exigir la liberación de uno de los capos más ricos del mundo. ~
Luis Reséndiz: Escribe crítica de cine para Letras Libres y, las menos de las veces, ensayo y ficción.
[1] La cita la conozco gracias a la reseña de Narco Cultura de Ernesto Diezmartinez, crítico cinematográfico del diario Reforma.